Los grandes discursos del siglo XX se han construido con grandes palabras: justicia, libertad, democracia, tolerancia, paz… Encontramos en ellas un denominador común: carecen de sentido fijo. Por eso -decía Larra- hay quien las entiende de un modo, hay quien las entiende de otro
Y hay quien no las entiende de ninguno. La ética es uno de los ejemplos más actuales. Goza entre nosotros de una significación tan generosa que, a menudo, sirve para designar una cosa y su contraria: es ético respetar los derechos y la dignidad de las personas, pero a los que atentan a diario contra tales derechos, también se les llena la boca con apelaciones éticas. Se abusa del prestigio de la palabra para justificar lo que muchas veces es injustificable. Se vacía el contenido y se conserva la etiqueta, según la vieja estrategia de la manipulación.
Sin embargo, a todo el que desee apelar a la ética se le debería recordar que la ética no es una palabra, ni un adorno del discurso bienpensante. Es una necesidad: la distinción que nos salvaguarda de vernos reducidos a la condición de monos con pantalones. Los valores éticos representan lo que hay de más humano en el hombre, y también lo más diferenciador, porque sin ellos el hombre queda reducido -como decía Shakespeare- a mera arcilla pintada, barro brillante.
Ahora bien, esta función radicalmente humanizadora de la ética sólo es posible cuando se reconoce un contenido objetivo, no subjetivo y arbitrario. Si tal pretensión nos parece razonable, también nos parece que choca contra el pluralismo y el relativismo de las democracias occidentales. ¿Es inevitable ese choque? ¿Se trata de una contradicción insalvable? La respuesta es diferente para cada caso, pues, aunque pluralismo y relativismo conviven como hermanos gemelos, las apariencias engañan: ni son hermanos ni son gemelos. Analicemos ambos conceptos.
El pluralismo supone el reconocimiento práctico de la libertad humana, y consagra la convivencia de conductas diferentes. Sin embargo, sólo es posible cuando las diferencias se apoyan sobre valores comunes. Eso significa que el pluralismo debe afectar a las formas, no al fondo. Porque el fondo en el que se apoya la libertad debe ser un fondo común, que hace las veces de fondo de garantías: las exigencias fundamentales de la naturaleza humana. El pluralismo –a modo de ejemplo- puede admitir diferentes formas de manifestar respeto a las mujeres, a la justicia, a la virtud y a la razón. Lo que no puede es aprobar la conducta de Don Juan Tenorio: «Por dondequiera que fui / la razón atropellé / la virtud escarnecí / a la justicia burlé / y a las mujeres mentí».
Así como el pluralismo es manifestación positiva de derecho a la libertad, el relativismo representa el abuso de una libertad que se cree con derecho a juzgar arbitrariamente sobre la realidad. Al no admitir el peso específico de lo real, el relativismo deja a la inteligencia abandonada a su propio capricho, y por eso viene a ser un virus parecido a un SIDA que invade la estructura psicológica del ser humano y le impide reconocer que las cosas son como son y tienen consistencia propia.
El primer paso de la ética es, precisamente, ver correctamente la realidad, reconocer las cosas como objetivamente son, no como subjetivamente pueden parecer o nos conviene que sean. Lo cual no es nada sencillo. Pongo un ejemplo literario: Lo que para Sancho Panza es bacía de barbero, para Don Quijote es el yelmo de Mambrino. Pero los dos no pueden tener razón, sencillamente porque la realidad no es dible. De igual manera, lo que para Don Quijote son gigantes enemigos, para Sancho son molinos de viento.
Son ejemplos suficientemente grotescos como para no sentirnos aludidos. Nos parece que nadie en su sano juicio ve la realidad tan distorsionada. Pero, por desgracia, no es así: entre un terrorista y un ciudadano pacífico, entre un defensor del aborto y un defensor de la vida, entre un nazi y un judío, entre un vendedor de droga y un vendedor de helados, entre el que vive fuera de la ley y el que vive dentro, entre el que conduce sobrio y el que conduce borracho, las diferencias pueden ser mayores y más dramáticas que las diferencias entre Don Quijote y Sancho.
La conducta ética nace cuando la libertad puede escoger entre formas diferentes de conducta, unas más valiosas que otras. El relativismo atenta contra la ética porque pretende la jerarquía subjetiva de todos los motivos, la negación de cualquier supremacía real. Abre así la puerta del «todo vale», por donde siempre podrá entrar lo más descabellado, lo irracional. Con esa lógica de papel, el drogadicto al que se le pregunta «¿por qué te drogas?» siempre puede responder «¿y por qué no?». Entendido como concepción subjetivista del bien, el relativismo hace imposible la ética. Si queremos medir las conductas, necesitamos una unidad de medida compartida por todos. Porque si el kilómetro es para ti 1.000 metros, para él 900, y para otros 1.200, 850 ó 920, entonces el kilómetro no es nada. Si la ética ha de ser criterio unificador, entonces ha de ser una en lo fundamental, no múltiple.
Si la ética fuera subjetiva, el violador, el traficante de droga y el asesino podrían estar actuando éticamente. Si la ética fuera subjetiva, todas las acciones podrían ser buenas acciones. Y también podrían ser buenas y malas a la vez. La propuesta «haz bien y no mires a quien» no tendría sentido: «haz bien» significaría «haz lo que quieras».
Igual que el pluralismo, la ética es relativa en las formas, pero no debe serlo respecto al fondo. De la naturaleza de un recién nacido se deriva la obligación que tienen sus padres de alimentarlo y vestirlo. Son libres para escoger entre diferentes alimentos y vestidos, pero la obligación es intocable. Subjetivamente pueden decidir no cumplir su obligación, pero entonces están actuando objetivamente mal.
Hay una experiencia cotidiana a favor de la objetividad moral. Es la siguiente: la inmoralidad que se denuncia en los medios de comunicación y se condena en los tribunales, no sería denunciable ni condenable si tuviera carácter subjetivo, pues subjetivamente es deseada y aprobada por el que la comete. Con otras palabras: si los juicios morales sólo fueran opiniones subjetivas, todas las leyes que condenan lo inmoral podrían estar equivocadas. Y, en consecuencia, si la moralidad no se apoya en verdades, las leyes se convierten en mandatos arbitrarios del más fuerte: del que tiene poder para promulgarlas y hacerlas cumplir, por las buenas o por las malas.
Otra experiencia cotidiana nos dice que hay acciones voluntarias que amenazan la línea de flotación de la conducta humana, y que pueden hundir o llevar a la deriva a sus protagonistas: los tribunales de justicia y las cárceles son testigos de innumerables conductas lamentables, es decir, impropias del hombre. Al enfrentarse a esta evidencia, el relativismo moral hace agua y queda descalificado por los hechos. Defenderlo a pesar de sus consecuencias es una postura irresponsable.
Entonces, ¿hay absolutos morales? Según Campoamor, «En este mundo traidor, / nada es verdad ni mentira, / todo es según el color / del cristal con que se mira». Estos versos reflejan perfectamente esa sagacidad rudimentaria del que sólo sabe barrer para casa. Si «nada es verdad ni mentira», la Ética sencillamente no existe, pero tampoco la Medicina. Lo cierto, sin embargo, es que existen múltiples verdades, que coexisten con múltiples dudas y múltiples errores. Y también es cierto que existen absolutos morales, que no son dogmas ni imposiciones: son criterios inteligentes, necesarios como el respirar. Los encontramos en ese fondo común, demasiado común, de todas las legislaciones y códigos penales: no robar, no matar, no mentir, no abusar del trabajador, no abusar del niño o del débil…
Hasta aquí he intentado explicar los dos tipos de juego que puede desarrollar el hombre sobre la cancha de la libertad: el pluralismo, conforme al reglamento; y el relativismo, sin reglas y sin arbitraje, es decir, negando la propia esencia del juego. En este mundo, dice Shakespeare, «hacer el mal está a menudo bien visto, y obrar bien puede ser locura peligrosa». El que defiende una ética a la carta -eso es el relativismo- tiene siempre sus razones, pero sobre todo le sobran intereses. La invocación universal a los derechos humanos, seguida de cerca por su universal incumplimiento, es una prueba irrefutable de que el hombre, por una parte, sabe perfectamente lo que debe hacer, y por otra, tiene la libertad suficiente para no hacerlo. Ésa es la condición humana. Y ése nuestro problema.