El proceso de aprendizaje en el campo de las ciencias de la salud y más específicamente en lo correspondiente a la cirugía, con su consiguiente adquisición progresiva de responsabilidades, debería suponer un desafío ético para todos aquellos que participan en él, tanto médicos en formación como docentes. De hecho, el objeto de ese aprendizaje no es sólo el dominio de una técnica más o menos compleja, sino el logro directo de la recuperación de la salud del ser humano que se confía a nuestros cuidados asistenciales.
Este genérico enunciado que podría sonar a algo ya sabido por repetido hasta la saciedad de mil formas distintas parece, sin embargo, tan novedoso como desconocido cuando se comprueba el modo en que se ha aplicado en la práctica clínica o en la incorporación de nuevas tecnologías, tales como la laparoscopia o los nuevos diseños de instrumental robótico, en diversos ambientes hospitalarios.
Por eso, quizás merece la pena detenerse en la reflexión sobre qué criterios éticos deben regir el aprendizaje de la cirugía teniendo en cuenta que quien resultará beneficiado o, en algunos casos, seriamente perjudicado de nuestra inexperiencia en esa fase, será el ser humano vulnerable que había puesto su confianza en nuestra capacidad profesional. Concretamente, deberíamos preguntarnos: ¿cómo se debe realizar el aprendizaje quirúrgico para que nadie resulte lesionado en sus derechos?, ¿debemos informar a los pacientes que la cirugía será realizada por un especialista en formación?, ¿se debe informar de la experiencia y resultados del cirujano sobre la técnica a la que el paciente va a ser sometido?.
Para algunos la búsqueda de respuestas a los interrogantes planteados debería iniciarse en el famoso Juramento Hipocrático, que ha servido de guía ética referencial para el ejercicio de la medicina y la práctica quirúrgica durante varios siglos, siendo aceptado durante ese largo periodo de tiempo sin apenas discusión sobre la validez de sus articulados. En él, después de varias referencias al obligado agradecimiento que se debe tener a aquellos que nos transmitieron la enseñanza de la profesión, podemos leer «me serviré, según mi capacidad y mi criterio, del régimen que tienda al beneficio de los enfermos, pero me abstendré de cuanto lleve consigo perjuicio o afán de dañar». Esta moral autoimpuesta que ha dado lugar posteriormente a los diferentes Códigos de Deontología del ejercicio de la Medicina, como vemos, aún siendo elogiable por expresar claramente el deseo de obrar en beneficio del paciente, parte de una premisa totalmente subjetiva (mi capacidad y mi criterio), como un fundamento de la acción que exigiría la aquiescencia social de modo inapelable, un criterio que parece exigir la impunidad, ya que no considera que la sociedad esté capacitada para ejercer ningún tipo de juicio valorativo sobre el proceder terapéutico.
Esta autojustificación de la conducta deja de ser considerada válida precisamente coincidiendo con la aparición de la Bioética. Esta nueva disciplina, estructurada básicamente por primera vez por Beauchamp y Childress en su obra Encyclopedia of Bioethics (1978) reconsidera un nuevo articulado de principios que, desmarcándose de los rígidos Códigos de Deontología profesionales, posibilitan la capacidad de opinar y de exigir responsabilidades sobre la actuación de los médicos a los propios pacientes. Se produce así un cambio revolucionario en la relación asistencial, transformándose el modelo de comunicación de tipo paternalista, asumido como válido durante siglos, en un modelo de relación personal horizontal en el que la opinión del paciente también ha de ser ineludiblemente valorada y tenida en cuenta.
Consiguientemente, se establecen una serie de nuevas obligaciones y nuevos deberes morales que, desgraciadamente, quizás no todos los profesionales han asumido como se debiera. En concreto, la fase de aprendizaje quirúrgico ha dejado ya de responder a una autorregulación personal, en la que el maestro transmitía arbitrariamente a sus colaboradores las habilidades personales de las diferentes técnicas de cirugía por él desarrolladas. En su lugar se ha desarrollado un sistema de formación estructurado en la Sanidad pública que, en nuestro país, se reglamenta a través del sistema de formación MIR con criterios estandarizados y con requisitos mínimos de formación exigibles, incluso legalmente, por quienes se incorporan a las diversas unidades docentes.
De modo similar, en otros países de nuestro entorno occidental la preocupación por la formación de postgrado ha llevado a la creación de organismos entre cuyas funciones figuran precisamente velar por la formación de los futuros especialistas. De modo específico, en Estados Unidos el Accreditation Council for Graduate Medical Education se responsabiliza de «mejorar la calidad de los servicios de salud asegurando la calidad de la formación médica experimentada por los médicos en fase de entrenamiento», lo que se concreta en el desarrollo y evaluación no sólo de conocimientos teóricos o de capacidades técnicas sino en la adquisición de seis competencias enumeradas como cuidado del paciente, habilidades de comunicación interpersonal, conocimientos médicos, profesionalismo, aprendizaje basado en prácticas y prácticas basadas en recursos disponibles. Con respecto a esta última competencia, habría que mencionar que precisamente el quirófano ofrece una oportunidad óptima para el aprendizaje de la sistematización de los cuidados de la salud. En este ambiente el cirujano debe coordinar su trabajo con el del anestesista y el personal de enfermería para conseguir como fruto de ese esfuerzo sincronizado el resultado de una técnica quirúrgica segura, efectiva y de alta calidad técnica.
Sin embargo, a pesar de que se haya clarificado de modo importante la situación de exigencia formativa en los años de realización de la especialidad, quedaría aún por aclarar de qué modo se debe realizar la mejora en la adquisición de nuevas habilidades quirúrgicas en los profesionales ya titulados como especialistas. En este campo, como no podía ser de otra manera, ética y buena praxis van unidas. Así, los criterios de prudencia deberían claramente primar sobre los de eficiencia. Por tanto, la rapidez en obtener buenos resultados, medida a través de los avances en reducción de estancias o disminución de tiempos quirúrgicos para abaratar costes, a veces exigida por los gestores hospitalarios, no debería reemplazar a la exigencia ética de asegurar que el paciente no va a ser perjudicado por nuestra falta de experiencia. Ejemplos de buena praxis se nos ofrecen no ya desde el campo de los expertos en bioética sino desde hospitales de referencia por su buena calidad asistencial o de cirujanos afamados por su prestigio profesional quienes, refiriéndose al novedoso campo de las técnicas laparoscópicas aconsejan una formación cuidadosamente escalonada que, en primer lugar, se desarrolle a través del aprendizaje teórico en cursos y mediante la experimentación con modelos inanimados (simuladores virtuales, «pelvi-trainers») para seguir con un aprendizaje en modelos animales antes de dar el salto a la cirugía en humanos. Esta exigencia en una formación paso-a-paso, que convierte la curva de aprendizaje en un proceso especialmente enlentecido, se justifica por las dificultades especiales inherentes a la laparoscopia: pérdida de la visión tridimensional, coordinación visual-manual alterada, sensación táctil disminuida y limitación de los grados manuales de libertad al utilizar el instrumental laparoscópico.
En este mismo sentido, ineludiblemente se postula que el aprendizaje quirúrgico debe realizarse en tres fases: 1) participación como ayudante en técnicas desarrolladas por un cirujano experto, 2) realización de un número suficiente de cirugías supervisado por cirujano experto y 3) realización de la técnica por uno mismo con cuidadosa evaluación de resultados para descubrir posibles factores que deban ser modificados. En definitiva, lo que así se quiere establecer es la preeminencia del principio ético de prudencia sobre cualquier otra consideración, de modo que siempre queden fuertemente protegidos la seguridad y la eficacia esperables de un procedimiento quirúrgico estandarizado.
Otro apartado de fuerte debate ético está constituido por las exigencias sobre el deber de informar verazmente respecto a la propia experiencia quirúrgica. Con respecto a esto, la Ley básica 41/2002 reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica parte, entre sus postulados de que toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado y, en referencia a las condiciones que deben regir la información especifica que se debe proporcionar a los pacientes, incluye «los riesgos probables en condiciones normales, conforme a la experiencia y al estado de la ciencia» o directamente relacionados con el tipo de intervención (Art. 10). Es decir, en la mente del legislador parece recogerse como un sentir social la necesidad de que se informe no sólo sobre los aspectos de la técnica quirúrgica sino también sobre el propio cirujano. Esta exigencia, por tanto, no responde ya sólo a un supuesto deber moral individual, referible a la conciencia de cada cual (lo que se encuadraría en la denominada ética de máximos), sino que aparece como un deber jurídico correspondiente a una ética de mínimos, lo que se entiende como penalizable en caso de ser omitido o realizado de modo fraudulento.
Se podría objetar que esta información, en casos de experiencia quirúrgica limitada, puede provocar una innecesaria desconfianza y un enturbiamiento de la relación asistencial pero ¿no es precisamente la situación contraria, la jactancia de poseer habilidades técnicas o la presunción de resultados inexistentes lo que da lugar en no pocos casos a las peores complicaciones y a las demandas de mayor coste económico cuando las expectativas del paciente se ven frustradas?, ¿no es precisamente la falta de información la queja más habitual de los pacientes que, con o sin razón, piensan haber sido engañados?, ¿se debe defender la ocultación de datos sobre desarrollos tecnológicos de los que aún no tenemos datos a largo plazo?.
Ciertamente la mayor parte de la sociedad no exige una pormenorización de datos en porcentajes de éxitos cuantificados al detalle y actualizados de modo permanente día a día. Su interpretación siempre sería multifactorial, en muchos casos equívoca (ya que los resultados en muchos casos dependen de la comorbilidad de los pacientes asumidos) y prácticamente imposible de ser llevada a cabo por cada cirujano de modo fidedigno. Sí que es exigible, en cabio, una información veraz sobre el estado del arte de una técnica quirúrgica o una nueva tecnología en cuanto a resultados esperables y una información transparente sobre la experiencia quirúrgica del equipo quirúrgico que va a intervenir, dando por hecho que los criterios de seguridad están salvaguardados o poniendo en antecedentes al paciente de la gravedad de la situación en el caso de que su enfermedad no pueda ser enfocada con otra alternativa mejor. De hecho, en este mismo Artículo 10 de la Ley mencionada, se enfatiza que «el médico responsable deberá ponderar en cada caso que cuanto más dudoso sea el resultado de una intervención más necesario resulta el previo consentimiento del paciente».
Este replanteamiento jurídico de la relación médico-paciente ha llevado a que en algunos textos de Consentimiento Informado se incluya como uno de los apartados la mención a que «al ser un centro con acreditación docente es posible que en la cirugía indicada participen especialistas en formación». Evidentemente esta frase u otras parecidas no señalan en ningún lugar a la figura del residente como último responsable de un acto quirúrgico, ya que se entiende que actúa bajo la supervisión o el visto bueno de un staff que también legalmente, salvo en casos de imprudencia temeraria, es considerado como el responsable de la cirugía.
A pesar de que todo lo anteriormente mencionado no podría expresarse de otro modo en el discurso público, ya que nadie aceptaría como éticamente válida la actitud de quien hurtara información a sus pacientes o se hiciera pasar por cirujano experto en alguna técnica quirúrgica sin tener experiencia en ella, quizás todavía alguien pueda defender en su fuero interno que el fin justifica los medios y, por tanto, según este razonamiento, las complicaciones sufridas por los pacientes en la curva de aprendizaje del cirujano novel serían una consecuencia inevitable y asumible ya que otros futuros pacientes se beneficiarían de la destreza adquirida a través de esas primeras intervenciones. Este postulado debe ser considerado como erróneo ya que parte de una premisa ética inválida. Si el fin justificara los medios empleados, cualquier acción, por detestable que fuera en su realización, quedaría justificada simplemente por su buena intención inicial, con lo que quedarían justificadas las mayores aberraciones que, en experimentación humana, han sido llevadas a cabo en tiempos ya felizmente superados. Quizás en la raíz de este planteamiento utilitarista esté la confusión entre experimentación e investigación, que, por cierto, también muestran algunos pacientes cuando se les propone participar en un ensayo clínico. En definitiva, parece olvidarse que cualquier actividad realizada sobre seres humanos debe presuponer ciertas garantías de que no se va a derivar ningún daño esperable sobre las personas que se sometan a ella. Este criterio debe regir cualquier tipo de investigación en la clínica humana. El incumplimiento de esta premisa nos situaría en el terreno de la experimentación en humanos, lo que es rechazable ética y legalmente si no se garantiza la debida protección de las personas, tal como ha sido expresado entre otros articulados jurídicos en el Convenio de Biomedicina y Derechos Humanos del Consejo de Europa (1997).
Por todo ello, como brillantemente expresó Immanuel Kant, la aceptación de que «el hombre debe ser siempre considerado como un fin en sí mismo y no como un simple medio» debería ser considerada como el cimiento sobre el que se edifique todo el entramado del aprendizaje quirúrgico. Los esfuerzos de formación escalonada que esto puede llevar consigo y las dificultades organizativas que puedan surgir sin duda merecerán la pena. La profesión médica quedará revalorizada al constatarse una vez más su rigor al buscar por encima de todo el beneficio del paciente y aumentará la confianza situada en la base de la relación médico-paciente que todos deseamos mantener. En el futuro quizás nosotros mismos, convertidos ya en pacientes, nos veamos beneficiados de haber luchado por el mantenimiento de ese exigente estándar ético.
Dr. José Jara Rascón
Presidente de la Asociación de Bioética de la Comunidad de Madrid
Publicado en CALIDAD Y RIESGO Vol 1, num 7, 2008