El poder de la industria farmacéutica

8/6/2025 BioeticaWeb. Los intereses de las denominadas Big Pharma no están alineados con los intereses de los pacientes, sino con objetivos económicos que redundan en la solicitud de gran cantidad de patentes farmacéuticas. Las farmacéuticas invierten en gran medida en » enfermedades rentables » que suelen coincidir con las propias de los países ricos: depresión, ansiedad, hipertensión, etc.

Este artículo se trata de una traducción del original publicado en “The Daily Declaration”. La autora del mismo, Kim Witczack describe la intrincada y compleja relación de la industria farmacéutica con médicos, pacientes y sistemas de salud tras años de ardua investigación. Su experiencia se inicia de manera muy dolorosa, dado que perdió a su marido a causa de los efectos secundarios del antidepresivo Zoloft. Esta trágica muerte supuso un duro golpe emocional y personal, así como la confirmación de que la industria farmacéutica tiene unas prioridades no solo sanitarias, sino económicas.

En su periplo a la búsqueda de respuestas por el fallecimiento de su marido, Kim descubrió que la poderosa industria farmacéutica ha tejido una compleja telaraña de relaciones con todo tipo de organismos, tales como:

  • La FDA (Food and Drug Administration), cuyo presupuesto proviene de las farmacéuticas en un 50%.
  • La revistas médicas que dependen de su financiación y por lo tanto, publican estudios que, en ocasiones, son fantasma y poco rigurosos.
  • Con médicos que reciben formación financiada por la industria, lo cual influye en su prescripción de fármacos.
  • Incluso asociaciones de pacientes, que antes eran independientes, pero que ahora reciben dinero de la industria para influir en sus opiniones y servir a sus objetivos.

La cuestión que plantea Kim es tan intrincada como esa telaraña, pero su conclusión es simple y certera: “no solo somos pacientes, sino clientes; nuestro sistema de salud no tiene que ver con la salud, sino con los negocios”.

Ciertamente, los intereses de las denominadas Big Pharma no están alineados con los intereses de los pacientes, sino con objetivos económicos que redundan en la solicitud de gran cantidad de patentes farmacéuticas.

En último término, estas patentes se convertirán en fármacos con elevados precios durante los veinte años de vigencia de las mismas. La justificación de estos precios siempre está relacionada con argumentos relativos a la elevada inversión en I+D, los costes de los ensayos clínicos y la autorización comercial, entre otros. La realidad es
que, en muchas ocasiones, las investigaciones previas a la concesión de patentes provienen de universidades públicas, con financiación gubernamental, a las cuales se han comprado patentes.

Por otra parte, las farmacéuticas invierten en gran medida en “enfermedades rentables” que suelen coincidir con las propias de los países ricos: depresión, ansiedad, hipertensión, etc. Y no en las denominadas enfermedades olvidadas, como el Chagas, dado que son propias de países con menos recursos y reportarán, por tanto, un menor beneficio.

Tal como comenta Kim en su artículo, la industria farmacéutica pretende crear un modelo que se pueda “vender a todo al mundo”, tanta a personas enfermas, como a personas aparentemente sanas, tal como preconizaba el CEO de Merck, Henry Gadsen, en el año 1976.

Como bien afirmaba Gadsen en aquel entonces, no se trata de curar enfermedades, sino de “expandir mercados” y de crear productos que se puedan vender “como chicles”. Sin duda, el gran negocio de la industria farmacéutica no es la curación, sino la cronificación de enfermedades que supongan una medicación diaria durante gran parte de la vida. De esa manera, sus beneficios se mantienen de manera constante en el tiempo.

Este patrón de comportamiento entronca directamente con la Bioprecariedad farmacológica que se presentó hace tiempo en este mismo blog en el contexto de la pandemia del COVID-19. Es un concepto que se define como violencia estructural contra la vida por la imposibilidad de acceder a productos esenciales para la misma (tratamientos, dispositivos médicos, kits de diagnóstico, medicamentos, combustibles, semillas o alimentos) por los elevados precios de los productos patentados.

La Bioprecariedad farmacológica se puso de manifiesto durante la pandemia, puesto que resultó necesaria la colaboración de la industria farmacéutica para crear una vacuna eficaz que pudiera controlar el virus y sus graves efectos. En principio, el objetivo se consiguió, pero el coste económico fue muy elevado para todos los países, especialmente para los más pobres que no obtuvieron la vacuna de manera inmediata.

Incluso el reparto solidario propuesto por el programa internacional COVAX de la Organización Mundial de la Salud no pudo garantizar la llegada de vacunas a países de renta baja y media.

Las vacunas, sujetas a derechos de patente, tenían marcados unos precios muy elevados con los consiguientes gastos en salud pública en momento de pandemia global, donde las vacunas eran fármacos esenciales y las farmacéuticas eran las titulares de dichas patentes.

Ya en el año 2015, la Organización Mundial de la Salud (OMS) determinó que en los países en desarrollo solo dos terceras partes de la población tenían algún tipo de acceso a medicamentos esenciales y los productos farmacéuticos podían suponer un 40% del presupuesto de salud.

Esta situación se agravó durante la pandemia del COVID-19 y los productos relacionados con su tratamiento (vacunas, antivirales, kits de diagnóstico) y continúa siendo un problema en la actualidad con gran cantidad de enfermedades.

El artículo de Kim Witczack vuelve a incidir en esta situación de violencia estructural ejercida sobre las personas enfermas por parte de la poderosa industria farmacéutica, que controla todas las fases del proceso de fabricación de un fármaco. Su interés en crear “clientes de por vida” ha marcado en excesos las líneas de investigación y los precios de mercado de los fármacos, mercantilizando la vida de manera evidente.

De hecho, esta mercantilización se ha puesto de manifiesto también en el uso y abuso de las personas como Henrietta Lacks o John Moore para crear nuevos fármacos a partir de tejidos o células de sus propios cuerpos.

La realidad es que esta intricada telaraña que ha tejido la industria farmacéutica demanda una reflexión ética urgente y un control de calidad no solo sanitario, sino eminentemente moral.

Las preguntas que Kim plantea al final de su artículo (quién financia una investigación, quiénes se benefician del tratamiento, qué consecuencias tiene un fármaco a largo plazo, si existen alternativas más seguras) son capitales para desarticular una red de influencia que está perjudicando gravemente el sistema de salud de todos los países y en particular, a los pacientes.

Tal como afirma el premio Nobel de Economía, Amartya Sen, es necesario alcanzar un nivel de justicia global que traspase las fronteras. En el caso de los fármacos patentados, esta justicia global no solo es de vital importancia a nivel ético, sino que es urgente para poder proteger el derecho a la salud y a la vida.}

En esa misma línea, Adela Cortina defiende que la ética sirve precisamente para recordar a los seres humanos que necesitan ser cuidados para sobrevivir y que están hechos para cuidar a los más cercanos pero también a los más lejanos. De esa manera, será posible crear un nuevo vecindario presidido por criterios éticos como la justicia (global), la solidaridad y la responsabilidad.

La industria farmacéutica debería revisar sus protocolos de actuación para poder adaptarse a este nuevo vecindario, si quiere no solo proporcionar fármacos rentables económicamente, sino éticamente aceptables.