El ejercicio actual de la medicina puede definirse, según E.D. Pellegrino (1), como un cuerpo disciplinado de conocimientos cuyo fin último es alcanzar la perfección de los cuerpos vivos. El punto de partida de dicha disciplina es la experiencia y el conocimiento sobre la relación entre los síntomas corporales y los remedios terapéuticos existentes.
Sin embargo, la medicina como tal no puede reducirse a un mero cuerpo de conocimientos, sino que, en tanto que ciencia integral, es esencial en su caracterización la capacidad de decisión sobre varias posibilidades a seguir. Esta tarea, la toma de decisiones, es consustancial al arte terapéutico y tradicionalmente ha recaído exclusivamente sobre la persona del profesional en quien el paciente suele depositar una especial confianza. El arte terapéutico implica, por tanto, la tarea de decidir, a menudo en un ámbito de incertidumbre, sobre cual será la actitud diagnóstica o terapéutica más apropiada para cada caso concreto. Esta decisión médica debe desarrollarse a partir de una doble correlación de contenidos: los contenidos médicos y los de carácter ético, ya que nuestras decisiones no deben considerar sólo los aspectos somáticos del paciente, sino también los técnicos (sensibilidad y especificidad de pruebas diagnósticas, riesgos previsibles de pruebas invasivas) y los institucionales (demoras insolubles para las pruebas diagnósticas, listas de espera para cirugía, costes), incluyendo también aspectos éticos, porque el paciente no es un objeto pasivo, sino una persona humana y, en cuanto tal, un sujeto de derechos y deberes.
Equivocadamente, algunos piensan que el término «paciente» indica la condición de pasividad supuestamente inherente al enfermo en cuanto sujeto incapaz de decidir, pero el auténtico origen etimológico de este término proviene de las palabras latinas «patior-pati» indicando dolor, sufrimiento. El paciente, según Chaucer (2), es alguien que sufre, que necesita ayuda y expresa esta necesidad. Es, por tanto, alguien vulnerable. Este concepto parte de la consideración de la enfermedad como un proceso capaz de deteriorar significativamente la integridad de la persona, su unidad, su totalidad orgánica y, precisamente, el acto terapéutico tiene mucho que ver con el ejercicio de re-integrar o re-unir lo que se ha separado y fracturado como consecuencia de la enfermedad. Cuando se da esta situación, que no es connatural a todo tipo de enfermedad, la autonomía no puede exigirse como si se tratara de un deber aún asumiendo que todo paciente tiene derecho a decidir responsable y libremente sobre lo que le atañe directamente. La autonomía es un derecho que el paciente tiene y debe ser respetado pero, en circunstancias concretas, debido a la edad o a la repercusión en el estado físico o mental de la propia enfermedad, puede que el paciente no quiera desarrollar este derecho, prefiriendo que el médico decida por él qué es lo que más le conviene. En ese caso, el profesional implicado no deberá eludir su responsabilidad de ayudarle a tomar una decisión a través del diálogo dando las explicaciones oportunas.
Esta actitud no debe ser confundida con el llamado «privilegio terapéutico», concepto que encubre una forma de proceder enraizada en el tan denostado paternalismo médico (3). Este supuesto privilegio defiende que se tomen decisiones al margen de la voluntad del paciente y sin contar con él, con el argumento de su supuesta incapacidad para afrontar la situación de su enfermedad, ahorrando explicaciones, y es generalmente debido a la presión de un entorno familiar en exceso proteccionista.
Por el contrario, cuando el paciente deja su decisión en manos del médico, nos crea la obligación moral de defender sus intereses del mejor modo posible. Dejar de hacerlo sería una forma de abandono. El principio de beneficencia en estos casos es anterior a la autonomía y esto implica que el médico no puede eximirse de tomar una decisión si el paciente no quiere asumirla en ese momento, lo que se produce con cierta frecuencia en la práctica asistencial. Lo que se critica negativamente es el paternalismo impuesto por parte del médico, de espaldas al paciente, pero no el requerido por parte del propio paciente confiando en nuestra experiencia.
La tensión entre la beneficencia buscada, el deseo de hacer el bien a nuestros pacientes, y su derecho a la autonomía subyace en el fondo de no pocos problemas éticos de la práctica clínica. Por ello, en el intento de disminuir el número de conflictos posibles, se debe educar a los pacientes para hacerles ver que una intensificación del tratamiento puede conllevar un incremento adicional del riesgo; que todo fármaco o procedimiento tiene un efecto secundario potencial que puede ser peligroso y, por esa razón, en algunos casos es preferible un menor intervencionismo (low-tech) sin que ello suponga abandono o negligencia, ya que la opinión pública parece confundir la buena asistencia con la multiplicidad de pruebas diagnósticas o con actitudes próximas al ensañamiento terapéutico, llevando a los profesionales a decisiones cercanas a una mala praxis basada en criterios de medicina defensiva.
Otra faceta en la que entra en juego la responsabilidad profesional es su función en la contención del gasto. Esta responsabilidad puede ejercerse desde dos situaciones distintas: una, habitual en Atención Primaria, en la que a los médicos se les asignan ciertos recursos por un tiempo determinado, haciéndoles participar en la gestión de los mismos ante sus pacientes y otra, frecuente en los servicios de Atención Especializada hospitalarios, en la que se establecen una serie de normas y prestaciones por parte del sistema de salud, dejando a los profesionales pocas opciones en la distribución de los recursos de su trabajo asistencial asignado. En ambos casos, se asume que el médico tiene siempre una función corresponsable en la utilización de los recursos al participar de un sistema público de salud con unos medios forzosamente limitados debiendo practicar una medicina racional (4). No deberíamos olvidar que la medicina mas económica sigue siendo una buena medicina y que realmente se tiene la obligación de proporcionar y ofrecer sólo aquello que tiene una buena base científica y resulta efectivo.
Por último, tal como señala De Santiago (5), el médico debe obrar siempre desde el respeto a su conciencia más profunda y reflexionada, debiendo respetarse las objeciones personales razonadas, aunque no sean compartidas, porque éste es uno de los mejores marcadores del respeto a la conciencia moral y de la verdadera tolerancia. El médico es el responsable último de cada proceso asistencial, con las implicaciones civiles y legales correspondientes, por ello no debe autoengañarse intentando traspasar su responsabilidad hacia el propio paciente que solicita la asistencia, la sanidad pública que permite ciertas opciones o la sociedad que las demanda. Simultáneamente, tanto el medico como el paciente están obligados a respetar las opiniones de la otra persona, y ninguno puede imponer sus valores al otro. Tal vez sea necesario retirarse respetuosamente de la relación, derivando al paciente a otros profesionales en casos de conflicto evidente, para que el médico o el paciente eviten cooperar en actos que podrían comprometer su propia integridad moral.
En definitiva, la responsabilidad del médico le debe llevar a calibrar los pros y los contras de sus decisiones y contemplar las consecuencias de dichas decisiones antes de que se produzcan, lo que configurará la idoneidad de los juicios clínicos emitidos. Para ello, debe hacer un esfuerzo de síntesis, de actualización permanente y, al mismo tiempo, debe compartir conocimientos y dudas con otros profesionales, valorando tanto los propios aspectos éticos como las expectativas y la confianza depositada en él por los pacientes.
Esmeralda Alonso Sandoica
Reflexiones de Bioética vol 4; nº 2. 2003
BIBLIOGRAFÍA
Pellegrino ED, Thomasma DC: A philosophical basis of Medical Practice. Oxford: Oxford University Press, 1981.
Laín Entralgo P: Antropología Médica. Barcelona: Salvat, 1984
Jonsen AR, Siegler M, Winslade WJ: Clinical Ethics. Nueva York: McGraw-Hill, 1992; 39-65
El médico como gestor de recursos: la asistencia sanitaria desde la ética y la economía. En: Actas de la Fundación Ciencias de la Salud. Madrid, 1997
De Santiago M: Una perspectiva sobre los fundamentos de la Bioética. En: Jara J (ed): Bioética y Urología. Una nueva perspectiva. Madrid: Luzan 5 SA Ediciones. 2001; 15-35